Un sandwich con huevo
Aquella tarde la cafetería estaba casi vacía y mientras yo me manchaba los dedos perfilando el borde de la taza de café que todas las tardes me tomaba en aquel mismo asiento, en aquella misma mesa, junto a aquella misma ventana, ella había usurpado mi lugar (sí, en aquel asiento, en aquella mesa, junto a aquella misma ventana) convirtiendo una tarde cualquiera en un amasijo de nervios en las manos, de rabia en los ojos y de desesperación. ¡Que se vaya! Y cuanto antes mejor. Que me deje mi lugar en la cafetería y releer los primeros versos de este nuevo libro, que aquí no puedo abrirlo, no hay suficiente luz, hay demasiado ruido (me molesta el ruido de la máquina de café y el camarero que grita a cocina un sandwich con huevo y el clinc clinc de la máquina registradora), y porque aquí me llega el frío de la puerta al abrirse, y después el de la señora que se queda en la entrada, que habla con alguien de afuera, que no se decide, y la puerta que sigue abierta y el frío que me llega, hasta que por fin entra y cierra y yo ya me he desconcentrado y así no puedo leer y mejor que se vaya, que me deje sentarme en mi asiento, en mi mesa, junto a mi ventana. No quiero nada más, gracias, ¿sabe si esa chica lleva mucho tiempo aquí? ¡Cómo que toda la tarde! ¡Cómo que debe esperar a alguien! ¡Cómo que es la primera vez que la ve! Y no se marcha, no parece tener intención de marcharse, dos tés, un croissant a la plancha, mientras mira por la ventana y pierde el tiempo y yo me desespero y no tengo nada que hacer, y me fijo en que casi no parpadea y que al otro lado no hay nada que mirar, y me desespero y pago y me levanto y todo a la mierda. Mañana pienso volver y espero por su bien que haya vuelto a parpadear de nuevo, pero en otro sitio.
Leer más...