domingo, noviembre 29, 2009

Un sandwich con huevo

Aquella tarde la cafetería estaba casi vacía y mientras yo me manchaba los dedos perfilando el borde de la taza de café que todas las tardes me tomaba en aquel mismo asiento, en aquella misma mesa, junto a aquella misma ventana, ella había usurpado mi lugar (sí, en aquel asiento, en aquella mesa, junto a aquella misma ventana) convirtiendo una tarde cualquiera en un amasijo de nervios en las manos, de rabia en los ojos y de desesperación. ¡Que se vaya! Y cuanto antes mejor. Que me deje mi lugar en la cafetería y releer los primeros versos de este nuevo libro, que aquí no puedo abrirlo, no hay suficiente luz, hay demasiado ruido (me molesta el ruido de la máquina de café y el camarero que grita a cocina un sandwich con huevo y el clinc clinc de la máquina registradora), y porque aquí me llega el frío de la puerta al abrirse, y después el de la señora que se queda en la entrada, que habla con alguien de afuera, que no se decide, y la puerta que sigue abierta y el frío que me llega, hasta que por fin entra y cierra y yo ya me he desconcentrado y así no puedo leer y mejor que se vaya, que me deje sentarme en mi asiento, en mi mesa, junto a mi ventana. No quiero nada más, gracias, ¿sabe si esa chica lleva mucho tiempo aquí? ¡Cómo que toda la tarde! ¡Cómo que debe esperar a alguien! ¡Cómo que es la primera vez que la ve! Y no se marcha, no parece tener intención de marcharse, dos tés, un croissant a la plancha, mientras mira por la ventana y pierde el tiempo y yo me desespero y no tengo nada que hacer, y me fijo en que casi no parpadea y que al otro lado no hay nada que mirar, y me desespero y pago y me levanto y todo a la mierda. Mañana pienso volver y espero por su bien que haya vuelto a parpadear de nuevo, pero en otro sitio.

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miércoles, noviembre 11, 2009

Íntimo y personal

En el lugar del que vengo las nubes, que nos visitan sólo de vez en cuando, no miden más del equivalente al uno cincuenta de la medida de la altitud. Son nubes bajas, ínfimas comparadas con sus primas madrileñas, y han aprendido el arte de disfrutar de las cosquillas de los pinos en el vientre y del eco de la música de taifas que desciende por los barrancos.

Allí basta con elegir un avión al que le guste volar más o menos alto para atravesar el manto de nubes por el hueco de algún ombligo y tenderse a coger el sol a temperaturas de más de 25 grados centígrados sobre la alfombra rosada que surge de los rayos de sol que se entretienen jugando con ellas.

En el lugar del que vengo los peces juegan a deslizarse entre los pies, huyen de los niños traviesos, buscan trocitos de pan escondidos entre los dedos y bajos las uñas y se escabullen, como en todas partes, cuando vislumbran alguna red que se empeña en darles caza.

Allí, en ese mismo lugar, el mar frío y seductor acaricia los cuerpos desnudos y se deleita con enamorados que hacen el amor en pleno día bajo sus aguas. Ese mismo mar es torbellino, ira, corrientes, temor y olas de más de cinco metros de altura y cobra intensidad cuando llegan las mareas del pino, pero es también calma, tranquilidad, sosiego, paz, serenidad y anestesia.

En el lugar en el que nací las gentes son amables, sonrientes y deambulan con vientos calmos, no precisan de citas prefijadas ni huecos en la agenda, rehuyen las histerias estresantes, gustan de vestir ropas tradicionales en el rememorar y en la melancolía o la locura que se desata en sus variadas fiestas, y despliegan raudales de creatividad, originalidad, habilidad y fantasía en la confección de las vestimentas correctas para dejar de ser ellos mismos durante unas cuantas semanas al año.

Allí, en el lugar en el que me crié, las chicas son altas y guapas, tienen la tez dorada por el sol y la suavidad de los alimentos de la tierra en el rosado de sus mejillas, miran a los ojos con dulzura, a través de unas pupilas color miel y los reflejos dorados que el sol y el mar han pintado el los mechones de su pelo. Ellas llevan la gracia de sus gentes guardada en los hoyuelos de la sonrisa, la talla media de sus sostenes supera la media nacional y disfrutan, mucho más que la mayoría, de la ropa interior alegre y colorida, según las declaraciones de la responsable de una conocida franquicia comercial.

Las chicas del lugar del que vengo, se sientan a mi lado en el avión cuando vuelvo de visitar mi entrañable continente en miniatura y me recuerdan que lo único que anula mi pasado tropical es no parecerme a ellas ni una pizca. ¡Qué asco de féminas!

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jueves, noviembre 05, 2009

Dos entierros

Quiero una pierna rota, una vía muerta, una historia ya vivida, un antihéroe tópico, una sonrisa forzada, un condón usado, una escalera mecánica sin electricidad, un infierno para jugar a los bolos, quiero dos entierros, una vía forzada, una historia mecánica sin electricidad, un condón roto, una escalera ya vivida, una pierna muerta, una sonrisa usada, un antihéroe para jugar a los bolos, un infierno tópico y dos entierros, uno por cada uno de los días que pienso llorarte y ni uno más.

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martes, noviembre 03, 2009

Índigo

Por la ventana del pasillo entra la luz de la luna esta noche, como todas las noches en las que la luna me castiga y me desata y no se apiada de mí mientras revuelve mis pensamientos con jirones de locura, de reflexiones y de sueños, mientras me traspasa su locura, así a cuentagotas, con la punta de los dedos, con las páginas de todos los diarios que nunca llegué a escribir.

En estos días, la imagen irreal de las sábanas tintadas por los haces de luna es el detonante para poner en marcha los conjuros de todas las brujas urbanitas que continúan vivas en el bajo de las escaleras de los zaguanes olvidados y se reunen endiosadas a planear la forma de manejarnos como marionetas insípidas, alienadas, insulsas, autómatas e impúdicas.

Y a veces conmigo lo consiguen, porque me dejo convencer, me deslizo y me rindo a sus sortilegios, porque me hechizan los tacones de aguja que nunca usé y la excusa perfecta de sentirme bajo encantamiento para poder dedicarme a vivir plenamente, sin prejuicios, sin límites, sin convenciones sociales, sin miedos.

La magia que despiden sus ojos de color índigo, inquietamente penetrantes, es también el color de las auras marcadas bajo sus encantamientos y el del rastro que dejan las pisadas de sus víctimas en el bordillo de todas las aceras de la ciudad donde ellas les obligan a detenerse a hacer acrobacias peligrosas antes de salir a comerse el mundo.

Hace tiempo que soy incapaz de ver el rastro de mis pisadas y mis músculos no me permiten repetir las acrobacias que hace unas semanas realizaba sobre el bordillo con tanta facilidad, incluso le he pedido a él que baile para para mí en el límite de la acera antes de que se marchara a demostrarme que es capaz de vivir en un carpe diem continúo y me trajera las pruebas de sus historias, y no tuvo problema para hacerlo. Sus pisadas azules se quedaron profundamente marcadas frente a mi portal incluso más vibrantes que las que yo conseguía dejar en mis mejores épocas.

Hoy al mirarme en el espejo bajo el reflejo de esta luna insidiosa me he preguntado si la culpa de mi impotencia para dejarme hechizar no la tendrán estas pupilas color azul oscuro que me miran desde el otro lado del cristal.

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Son tiempos difíciles para los soñadores...
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